Relatos de gente peculiar que empieza a manifestar poderes (extraído de la trilogía “El Ladrón de Hombres”)
MALAFOLLÁ MUTANTE (o acerca del primero que desarrolló poderes)

Don Tomás, como se dirigían a él sus alumnos, nunca fue un tipo gracioso, aunque hay que concederle, que el hombre dedicó gran parte de su vida en aparentar lo contrario. Aunque desgraciadamente era imposible.

La Tomasa, como se referían a él los niños entre susurros, irradiaba sin proponérselo, como un reactor de uranio enriquecido, una malafollá brutal, legendaria, al alcance de solo unos pocos en la historia de la humanidad. En un elegido como él, la malafollá podía acrecentarse hasta límites desconocidos, cuando precisamente pretendía hacerse el simpático, sirviéndose de algún chiste castizo, o de algún mohín de un humorista de moda. Como sucede con los deportistas de élite, que manifiestan un físico acorde con su disciplina, a La Tomasa le ocurría lo mismo con la apariencia justa que se le debería exigir a alguien que practica la malafollá a nivel profesional. Es más, podría garantizarse que la malafollá dispuso a su antojo los genes de La Tomasa. Nadie lo podría negar, ante esa cara de panocha seca con la expresión de alguien que se come algo muy a su disgusto, esos labios arqueados profusamente hacia abajo, ese canoso pelo de cepillo irreductible, planchado y teñido insistentemente sin éxito, esa barriga flácida y mohína, ese culo gordo respingón como por obra de dos chirimoyas maduras, ese deprimente chaleco plomizo, y por supuesto, esa voz monocorde rica a su vez en matices y dejes malafollescos, encabezando su balada hastiada, con un “Compadre….”, al que consideraba, Dios lo cogiera confesado, su igual, o con “Prenda…”, en el caso de un infortunado alumno.

Quizás por culpa de esta perfecta sintonía entre cuerpo y alma, siempre lo rehuyeron en la Peña Los Cabales, aunque también cabía la posibilidad de que sus parroquianos envidiaran en el fondo de su corazón esa malafollá excelsa, esa misma que a su lado los hacía antojarse hasta graciosos, inclusive con sus zafias gracietas merecedoras del más efusivo encomio de Arévalo. Quizás por eso, cuando apeló a la solidaridad de los maestros para derogar aquel Decreto que le impedía a él y a muchos más compañeros acceder a la bolsa de la docencia pública, nadie secundó la huelga convocada, aunque lo más probable es que no estuvieran dispuestos a perder los cien euros, que les correspondía por ausentarse un día de trabajo. Su cuñado, hermano de su esposa, de aquella que le sacaba media cabeza, medio culo y media acérrima beatería, le buscó algo en ese colegio religioso, donde pagaban tan poco y se trabajaba tanto. Frustrado y desalentado, ofreció a los niños su rinconcito más sádico. Gustaba de ridiculizar en público a los alumnos más desvalidos, o de desmotivar a los estudiantes aventajados con sus ininteligibles e infumables peroratas, con la intención de suspenderlos y por ende aprobarlos al trimestre siguiente, siempre que por supuesto se apuntaran a su academia de refuerzo, a aquella que montó para ganarse unas perrillas extras. Entre su ilimitada oferta didáctica, destacaban las clases de dibujo artístico, aquellas que llegaron a sentar cátedra. Era capaz de establecer analogías con su experto ojo clínico, entrenado ante los fastuosos bodegones colgados en las tascas de su barrio, entre los dibujos elucubrados por sus pupilos y especies de la fauna campestre o miembros de la fisonomía masculina. Otro de sus pasatiempos preferidos consistía en cortarse las uñas, dispensando recortes a diestro y siniestro entre los resignados niños agazapados bajo sus pupitres. Tampoco hacía ascos a una buena revista picante confiscada, que potenciada con las madres de sus alumnos imaginadas en situaciones o posturas indecorosas, hacía sus delicias en el Departamento de Lengua cerrado a cal y canto.

Un día, cuando regresó de clase con su cartera de piel negra bajo el brazo, y reproducía con su clásico silbido de ruiseñor aletargado, una canción de Ecos del Rocío, su mujer le esperaba impacientemente con unos prismáticos en la mano. Efectivamente, eran aquellos que escondía bajo la ventana que daba al baño del piso de alquiler de enfrente, aquel donde se habían instalado no hace mucho unas jóvenes estudiantes. Sin margen para improvisar una buena excusa, solo se le ocurrió referir vagamente algo sobre un nido de primillas sito en el tejado del bloque. Sorprendentemente se lo tragó a pies juntillas. Aunque la cosa no quedó allí. Al día siguiente, cuando le propuso a un alumno, que preparado para una lluvia que no llegó aquella mañana, que analizara sintácticamente en la pizarra la oración “Mis botas son aparatosas”, este se prestó a ello con una radiante sonrisa de satisfacción. Entonces comenzó a sospecharlo. Algo había cambiado. La confirmación llegó poco después, en la reunión con el director del colegio. Ese nuevo que se había propuesto echarlo, por aquel asuntillo sin importancia de la academia. A aquel que, ofuscado, lo mandó a freír espárragos, y que sin intercambiar palabra alguna, se levantó de su sillón, salió de su despacho, entró en las cocina del centro y vertió una lata de brotes de dichas legumbres en una sartén, ante el desconcierto de los cocineros. Todos le obedecían. Su voz le parecía igual de singracia, aunque a los demás se le antojaba irresistible, acatando sus órdenes y deseos sin rechistar. Puede que la causa se debiera a que como primer mutante de la humanidad, comenzaran a aflorar en él poderes sobrehumanos, o que, según lo interpretó él, como aquel budista que hubiera alcanzado el nirvana tras años de sacrificio y meditación, La Tomasa, hubiera logrado algo equiparable con la malafollá, experimentando una auténtica iluminación. Parecía que era lo inevitable. La malafollá terminó por hacerse cuerpo, orondo y flácido, ganando adeptos con su verbo, mustio y lacio.

No tardó el iluminado en ponerse manos a la obra. Ahora sus ocurrencias en la Peña, amenazaban con desencajar las mandíbulas de los parroquianos de la risa, que por otra parte se deshacían entre palmadas, cuando se arrancaba a bailar por sevillanas rocieras, con los pasos dictados por la malafollá más recalcitrante. Pronto se le quedó pequeño el Departamento de Lengua, organizando así en el salón de actos sus ardorosas reuniones con las madres de los alumnos. Tampoco se libraron sus vecinas, que acostumbraban a acogerlo en su piso, mientras su mujer preparaba en la cocina bandejas llenas de viandas, para sobrellevar aquellas largas y ajetreadas noches. Empresarios y antiguos compañeros de universidad, también solían recibir sus visitas. Entretanto se abrochaba la bragueta tras dar buena cuenta de la delegación femenina de sus familias, les convidaba a ingresar mensualmente un generoso porcentaje de sus emolumentos en su cuenta bancaria.

Todo parecía marchar sobre ruedas, excepto en un ámbito en particular. En su trabajo. Sus niños ya no sufrían, ya no contenían sus lágrimas, ya no tiritaban de miedo cuando los sacaba a la pizarra. Al contrario, todos se peleaban por ser humillados en la palestra, todos ansiaban que les tirara de las orejas, en fin, todo eran sonrisas y miradas de complacencia para su Don Tomás. Consternado, asumió que la enseñanza ya no le realizaba. Entonces comenzó a plantearse cambiar de profesión, aunque con el don que poseía ahora, ¿por qué no aspirar a algo más? A algo que lo convirtiera en un verdadero fenómeno, inmortal a los ojos de la humanidad. La Tomasa siempre tuvo la convicción de que cantaba muy bien, a pesar de las manifiestas reticencias de sus conocidos, por lo que no tardó en valerse de los instrumentos necesarios, para encumbrarse como una nueva estrella mundial de la canción ligera.

Su irrupción debía ser sencillamente espectacular, así que bombardeó la programación radiofónica y televisiva local con un video promocional muy insistente, donde pedía a todos los granadinos, a golpe de palmas y castañuelas, y un buen vasito de fino acompañado de un platito de embuchados, que asistieran a su concierto inaugural en el estadio de fútbol “Los Cármenes”. Como no podía ser de otra forma, su presentación tuvo un éxito rotundo, agotándose las entradas en cuestión de horas.

El esperado día llegó, deshilachando su voz de oro ante más de 20.000 espectadores eufóricos, coreando su nombre a pleno pulmón. Daba la sensación de que cuando la malafollá invocada en el escenario era más intensa, más enloquecía el público, como aquella vez en el que durante una estrofa muda de Los Marismeños, se agachó sobremanera, hendiendo su panza sobre las rodillas, para chasquear pausadamente con su mano derecha al ritmo de los platillos, a la vez que mantenía la otra pegada a la espalda.

Arrascándose a empellones el cuarto trasero, con el espectáculo de fondo ofrecido por tres chiquillas enzarzadas a guantazo limpio, por la disputa del mismo pañuelo con el que se había hurgado en los tímpanos, y que había arrojado a la multitud poco antes, ya saboreaba su próxima actuación en el Madison Square Garden, y cómo no, el disco de platino que debería recibir en breve. Con lo que no contó, eran con los miles de personas, que defraudadas por la falta de entradas, se apilaban junto a las taquillas con la esperanza de oír de soslayo, algún acorde perdido como triste consuelo. La Tomasa fue muy explícito en sus anuncios, “Os animo a que todos los granadinos, asistáis a mi actuación”. Los guardias de seguridad, embriagados por la magia del momento, habían abandonado sus puestos para acudir a la actuación en vivo, por lo que la ingente masa no encontró ningún obstáculo para acceder al campo. Desde el tablado, La Tomasa pudo comprobar como se desencadenaba una auténtica ola humana en el fondo del estadio, que ganaba virulencia a medida que avanzaba hacia su persona. Sin oponer demasiada resistencia, los fans enfervorizados caían empujados para ser pisoteados. Qué importaba morir mientras pudieran deleitarse con aquella voz.

Pronto las gradas superaron su aforo, quedando atrapado gran parte del público entre las butacas, o precipitándose hacia el césped invadido por el caótico torbellino. Poco después, un poderoso crujido metálico se hizo oír en todo el campo. El palco dijo basta. Mortificado por un peso muy superior al máximo, se desgajó desde las alturas, para aplastar sin paliativos a los desdichados que se confinaban debajo. Entre esas, la Tomasa se tambaleaba sobre el escenario, instigado por los cientos de personas empotradas literalmente contra sus márgenes. Trató de llamar a la calma, aunque ya era demasiado tarde. El equipo de sonido quedó destrozado durante la última embestida humana. Con su proverbial desparpajo malafollesco, se dijo a sí mismo, “Compadre, dejemos a los chaveas que se diviertan, entretanto doy buena cuenta de unos chatos”. Y así, como una rata en un almacén en llamas, se dio a la fuga por el túnel de vestuarios oculto tras el escenario.

Con su panza embutida en una llamativa camisa de lunares calada de sudor, resoplaba descompasadamente a punto de echar el bofe. Apoyado en una esquina de los estrechos y laberínticos pasillos de los sótanos del estadio, se dispuso a recobrar el aliento. Trató de desprenderse de su cadenita de oro de la Virgen del Rocío, atenazada a su gaznate, más agarrotado que nunca. El despiste le salió demasiado caro. No advirtió que se le venía encima un nuevo torrente de público desbocado. Antes de que pudiera engatusarlos con su verborrea, cayó dilapidado bajo una amalgama de pies. Si cuando parecía que el caos desplegado no podía ser mayor, la repentina llegada de los fans procedentes del escenario, terminó por empapelar los pasillos de cuerpos aplastados.

Y así, en las catacumbas de “Los Cármenes”, es como La Tomasa abandonó este mundo a tenor de unas circunstancias, que diríase que fueron orquestadas por la malafollá en su grado más extremo, agrandando más si cabe su leyenda. Tuvieron que reconstruir el estadio, sí, aunque sus cimientos permanecieron intactos, aquéllos que desde entonces se nutren de la sangre filtrada en el subsuelo de los miles de cadáveres adeptos, y por supuesto, de su sumo sacerdote, de modo que su voluntad, su ceniza personalidad codificada en los ladrillos y en las gradas, sobrevivirían siglo tras siglo, sugestionando e iluminando a las generaciones venideras de granadinos. Fieles al culto, no cejarán en su entusiasmo por elucubrar nuevos cánticos, insultos e innovadores cortes de mangas. Qué mejor forma de honrar la memoria de La Tomasa, que en la única y verdadera Catedral de la malafollá.

* En homenaje a cierto maestro, horripilante como poco, de mi infancia…

PRAIRIES VERTS

La residencia de la tercera edad, Prairies Verts, en Rochefort, Bélgica, presume de proporcionar al anciano un trato firmemente fundamentado en el afecto y la comprensión. Es posible verificarlo cuando se ojean las fotografías impresas en sus panfletos publicitarios. Entrañables vejetes de calva brillante y nutrida barba blanca, saludan con una amplia sonrisa al suspicaz lector. Tristemente, como se comprueba tras una rápida mirada desde los barrotes del exterior, la mayoría de los inquilinos de Prairies Verts no se ajustan a dicho perfil, destacando por encima de todos, el inefable señor Vandenpanhuysen.

Balthazar Vandenpanhuysen, antiguo comercial de una famosa marca farmacéutica, jamás saluda y aún menos sonríe, bonita actitud en el municipio donde se celebra anualmente el festival internacional de la risa. Sempiternamente cabizbajo y cariacontecido, posee un ilimitado repertorio de achaques. Convencido desde su más tierna infancia de que el más leve percance puede mandarlo al otro barrio, con sus 82 años de edad se aqueja continuamente, empleando frases enlazadas con enérgicos gruñidos, o sirviéndose de una prolija tos flemática, según sea el caso. Hoy ha optado por resentirse de los pulmones. Con su inconfundible paso errático, perfectamente asimilable al de algún enfermo afectado de raquitismo, se aproxima hasta la mesa ocupada por una voluminosa enfermera, franqueando con mal disimulada irritación a dos compañeros suyos que impasiblemente juegan a los naipes. La mujer inspecciona cuidosamente una vieja revista del corazón, mientras engulle indistintamente un sustancioso surtido de pastas de té empaquetado en una caja.

  • La neumonía otra vez… Necesito un comprimido de azitromicina.

Sin levantar la mirada de la revista, la enfermera se da tiempo para contestar, una vez deglutida completamente la última galletita de menta.

  • No lo creo. No tiene fiebre. Es más, ni siquiera esa es la tos característica de la neumonía.

Profundamente indignado, el señor Vandenpanhuysen replica con vehemencia.

  • ¿¡Y cómo sabe que no tengo fiebre?! ¡¿Acaso percibe mi temperatura corporal con el seto que tiene por peluca?
  • Por favor, señor Vandenpanhuysen, que ya nos conocemos…
  • ¡¡Que me des azitromicina, puta!!

La enfermera se levanta pesadamente, para clavar acto seguido los nudillos sobre la mesa. Sus imponentes hechuras lograrían intimidar al más pintado.

  • Señor Vandenpanhuysen, este es el último agravio que le consiento. No me deja usted otra alternativa que…

La reacción de Balthazar es opuesta a la actitud que había manifestado hasta ahora, mostrándose como un animalillo asustado.

  • ¡Oh, por favor, discúlpeme, señorita! ¡No me tome a mal! Solo ha sido un estúpido mal pronto de un viejo chocho.
  • Está bien, está bien, pero que no se vuelva a repetir.

La apaciguada mujer vuelve a sentarse.

  • Por cierto, esas pastas parecen deliciosas. ¿Puedo coger una?
  • Claro, no se corte.
  • ¡Hummm, esta está cubierta de chocolate! ¡Qué rica!… Recuerdo a un amigo de la juventud que aborrecía el chocolate. Realmente extraño, ¿verdad? Para gustos, los colores… Siempre hay algún sabor que nos desagrada. Y en su caso, ¿hay alguna comida que deteste, señorita?
  • No.

La respuesta parece no satisfacer al señor Baltazhar, que lejos de retirarse, se mantiene expectante junto a la mesa. Consciente de que la tarde puede llegar a ser eterna si no zanja la cuestión cuanto antes, la enfermera se desdice.

  • Bueno, sí, la carne de membrillo… Por donde pasaba las vacaciones de niña se cultivaba mucho el membrillo, así que era habitual tomarlo como postre o para merendar. Una tarde me atiborré de carne de membrillo hasta empacharme y enfermar. Desde entonces no lo he vuelto a probar… es solo olerlo y entrarme ganas de devolver.
  • Sí, el dulce de membrillo… aunque ahora que lo nombra. ¡Menuda coincidencia! Diría que estas pastas tienen un ligero regusto a membrillo…

Gradualmente, la mirada del señor Vandenpanhuysen se torna aviesa y penetrante. La matrona comprueba con sorpresa, que la observación del anciano es cierta, deteniendo súbitamente la deglución de la última galleta.

  • Aun diría más. En realidad, no son pastas, sino dulce de membrillo.

La repentinamente indispuesta enfermera no puede evitar una arcada, a la vez que su piel adquiere un tono blanquecino progresivo. Un sudor frío empapa su frente.

  • ¿No nota como su sabor ácido a la vez que dulzón, empalaga su boca? ¿No aprecia su textura gelatinosa cuando desliza por su garganta? Por el tamaño de la caja, se debe de haber zampado más de un kilo…

Sin poder resistir más, la enfermera se arroja vomitando sobre el suelo entre violentas convulsiones. Entretanto, el abuelo rodea con cierta prisa el escritorio. Farfullando algo entre dientes, abre impetuosamente los cajones de la mesa.

  • … Maldita gorda apestosa… Decirme a mí que no estoy enfermo… Qué sabrá el adefesio este… Aquí están…

Con sus uñas largas y sombreadas escoge dos pastillas, que cuidadosamente se lleva a la boca. Antes de tragárselas, las mordisquea, moviendo frenéticamente al unísono su mandíbula y enorme nariz.

Una enérgica voz proveniente de un cuarto contiguo, irrumpe en la sala.

  • ¡Enfermera! ¡Enfermera! ¡Enfermera!

Ante la insistencia y el tono de voz tan irritante, el señor Vandenpanhuysen se ve obligado a responder.

  • ¡No está disponible ahora!
  • ¡Pues acérquese usted a cambiarnos el canal! ¡No se ve nada en la pantalla!
  • ¡¿Yo?! ¡¿Con la artritis que tengo?! ¡Ni hablar! ¡Levántese usted!

Una pequeña rendija entreabierta nos permite espiar el interior del cuarto. Es lógico que no se vea la imagen, la pantalla está embadurnada por una costra verdosa, integrada por millones de hongos microscópicos. Al igual que el resto de la estancia, incluyendo el mobiliario. Incluyendo a los dos ancianos sin vida postrados sobre los sillones, con los ojos vueltos y la boca abierta de par en par. Todo está invadido de hongos, exceptuando al carcamal sentado sobre el sofá, donde sólo se advierten pequeñas manchas esmeraldas difusas sobre su piel. Con su radiante dentadura postiza alega al señor Vandenpanhuysen.

  • Si no les da la gana levantarse a estos, a mí menos…

EQUILIBRANDO EL KARMA

Sentada sobre el bordillo del desangelado macetero, dispuesto sin tino alguno en la esquina de la plaza, allí donde se encuentra permanentemente a la sombra de la mole de hormigón del edificio de Poste Italiane, aspira con sus labios agrietados el humo del medio cigarrillo. De aquel que siempre arroja en el macetero antes de entrar al trabajo, ese bigotudo funcionario de correos, seguramente por aquello de la prohibición de fumar en sitios públicos. Con cierta impaciencia examina su viejo reloj sin correa. Ya mismo son las ocho y cincuentiseis de la mañana. Expectante, cruza sus esqueléticas piernas forradas con mallas verdes agujereadas. El gran paso de cebra de la avenida exhibe su rutilante semáforo en rojo. Dos coches hacen caso omiso, arrancando varios insultos de los primeros peatones. El resto se detiene obediente ante las blancas franjas. No está. Es raro, suele ser puntual el hijo de puta.

Insólito pero cierto. No lo admitiría jamás. Pero en el fondo de su corazón lo sabe. Nicoleta Moldoveanu siente más odio por el hijo de puta, que por su antiguo novio. Por el mismo que, ya establecido en Nápoles, la convenció para que abandonase su Rumanía natal, con la promesa de una vida mejor en Italia. Por aquel que, atosigado por la mafia, no dudó en engañarla para saldar una vieja deuda pendiente. Constreñida a prostituirse, Nicoleta comenzó su aciaga andadura por la bota italiana. De burdel en burdel, las escuetas migajas que le dispensaba su novio, no eran nunca suficiente para regresar a casa. Aquejada por una creciente depresión, no tardó en entregarse a los estragos de la droga. Rolliza y de vivos colores, su peso casi se redujo a la mitad, asemejándose su apariencia a la de un galgo hambriento. Sus paletas desaparecidas le confirieron un aspecto aún más repulsivo, espantando así a la mayoría de su fiel clientela. No tuvo más remedio que ingeniar una nueva forma de vida. Aparcando coches con su cartón en mano y riñonera, en las ajetreadas calles de Roma. Así conoció al hijo de puta.

Llegó con su flamante Audi plateado, aquella mañana que necesitaba tanto su viaje. Agarrado a la cintura de una guapa joven, sacó de su cartera un billete de cien euros que confinó efusivamente entre sus encallecidas manos, mientras le susurraba con su sonrisa de hurón al oído “Disfrútalo”. Emocionada, desplegó el billete temblando, pensando en la cantidad de dosis que podría apurar. Demasiado bonito para ser real. Con horror descubrió en el dorso, el logo de una aseguradora. Un panfleto publicitario. El hijo de puta de la coleta se deshizo entre carcajadas, entretanto accedía a un lujoso restaurante, y pellizcaba como remate de la jugada, el trasero de su amiga. Frustrada y enmonada, se prestó a rayar la brillante y encerada carrocería, aunque un carabinieri recién llegado le hizo desistir de ello, poniendo pies en polvorosa. Cuando regresó, el coche ya no estaba. Demasiado tarde. Aunque entre sus propósitos no estaba renunciar. En los siguientes días comprobó que no lejos de allí, aparcaba en un garaje inaccesible a sus pérfidas intenciones. Tendría que conformarse con contemplarle pasar, delante del edificio postal, camino del trabajo. Todos los días, a la misma hora.

¿Qué es lo que le contó aquel señor de Rímini del karma? En función de como hagas las cosas, te irá bien o mal. Al hijo de puta, por supuesto, antes o después tendrá que irle mal, más bien fatal. Por eso, desde hace más de un año, espera impacientemente que al hijo de puta se le borre esa despreciable sonrisilla de la cara. A ella, por ejemplo, el karma le recompensó una vida plena de desgracias, con un regalo inesperado… Otra camada de coches se detiene ante el paso de cebra. Es extraño. A estas horas debería haber llegado. Pero… aquel tipo del deportivo… Sí, es él, con un coche mucho, mucho mejor. Y su sonrisa es más insolente que nunca.

La decepción amenaza con hacerla desistir. Es tan injusto. Tan incomprensible. El karma ha debido desajustarse por algún motivo cósmico desconocido, aunque… aunque ahora dispone de los medios para equilibrarlo de nuevo. El saco de huesos rumano se incorpora con cierta desidia, para vagar como un alma errante entre los coches. Arrastrando sus zapatillas descoloridas de andar por casa, silenciosa, se acerca hasta el Ferrari. Levemente agachada, adhiere sus ojos vidriosos a la ventanilla del conductor. Sin desviar su vista del semáforo, el hijo de puta instintivamente activa el cierre centralizado. Se diría que no la reconoce. Aunque por supuesto ahí no va a quedar la cosa. A Nicoleta no le importa que el disco se ponga en verde. Ella tiene algo entre manos más relevante.

El hijo de puta acelera, pero el coche no avanza. Más bien retrocede. Extrañado, abre la ventanilla para asomarse. Está soñando. Es imposible. Una minúscula yonki sostiene el coche sobre su mano levantada, como si de una bandeja de aperitivos se tratase. El hijo de puta la insulta primero. Concibiendo que la sobrehumana fuerza necesaria para cargar con su Ferrari, pudiera emplearla contra su frágil persona, cambia de estrategia. Ahora le ruega que haga el favor de dejar el coche donde estaba, que es muy caro y que cualquier desperfecto le podría salir por un ojo de la cara. Ante la impasibilidad de la toxicómana, que prosigue con su muda y pausada andadura por la acera de la avenida, al acecho de decenas de curiosos, decide saltar del coche. Antes de que ejecute su plan, Nicoleta deposita el automóvil entre dos bancos del paseo, para retorcer concienzudamente las cerraduras de las puertas, como si de plastilina estuvieran forjadas. Ahora sí que está enjaulado. De nuevo, con el auto a cuestas, la mujercita retoma el paso hacia lo que se insinúa como el puerto. El hijo de puta emplea su móvil para pedir ayuda, aunque nadie lo creé o quiere creerlo. No sucede lo mismo con los funcionarios del puerto, que se prestan a alertar a los agentes del orden.

En un equilibrio muy precario, vuelca el coche sobre el bordillo del embarcadero. El mar parece embravecerse cuando huele a su presa. El hijo de puta, temiéndose lo peor, llora desconsoladamente. Entre gemido y gemido le ruega que no lo mate, que le puede ofrecer mucho dinero si le perdona la vida. Por fin, Nicoleta deshace su cara de póker. Un iracundo desprecio se cierne sobre la comisura de sus labios. No la recuerda ni la recordará. Se esfumó de su pensamiento en el mismo momento en el que entró en el restaurante. Como él, que se desvanecerá bajo las olas. Un certero puntapié bastará.

Mientras el hijo de puta todavía pretende aferrarse inútilmente a la vida, reclamando su auxilio desde la luna trasera del maletero, que aún sobresale de las aguas burbujeantes, Nicoleta regresa parsimoniosamente a su plaza, con una idea en ciernes. Claramente, el karma no siempre es efectivo, por eso quizás le haya elegido a ella como fuerza de choque para enmendar aquellos asuntos pendientes en la tierra. Las sirenas ululantes de los carabinieris que abordan el puerto, parecen darle la consistencia suficiente al concepto que maneja la desaliñada mujercita. De todas formas, hay algo más importante que se antepone, que requerirá toda su concentración. Aunque como poseedora de la fuerza kármica universal, no debería costarle demasiado sonsacar unas dosis. Para el camino, claro.

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